La venganza
Cuando estudiaba bachillerato hace muchos años, teníamos un profesor de inglés que era un, “no se”, para ponerlo en un lenguaje un poco coloquial, diré simplemente que era un “mojón de perro”, siempre estaba amenazándonos con que nos rasparía, y lo peor de todo era que lo hacía, profesaba la docencia del terror.
En ese momento éramos tres los compinches, Lársen, José y yo, inseparables y cómplices en cuanto invento raro hiciéramos cada uno de nosotros, en el examen final de ese año, el susodicho “mojón de perro”, sacó del bolsillo de su camisa un papelito con una lista, nos nombró a los tres compinches y a otros cuatro mas, y dijo: ¿Y ustedes que hacen aquí? ¿Piensan que pueden aprobar la materia? Pues no deberían estar aquí perdiendo mas tiempo del que están acostumbrados a perder siempre, pues por mucho que hagan, no aprobarán e irán directo a septiembre. Y así fue, nos mandó a todos los siete, y a otros mas directo a reparación, íbamos muy bien en todas las materias, pero con ese bicho era imposible.
Al salir de ese examen final, “los tres amigos” juramos venganza, no sabíamos que podíamos hacer para hacerlo, pero algo se nos ocurriría. En las vacaciones todos disfrutábamos y cuando teníamos un momento libre maquinábamos en que era lo que podíamos hacer para cumplir nuestro juramento de venganza.
Al frente de mi casa, quedaba el famoso Restaurante Gallegos, aquí tenía muchos amigos en la cocina, hacía tiempo había escuchado a unos de ellos diciendo, mientras pelaban los camarones, que las conchas y las cabezas de los camarones, al poco tiempo olían horrible, y que varias veces las había usado para hacerle algún juego pesado a algún amigo. Recordándome de eso, “plin” se me prendió el bombillo.
Al empezar el nuevo año escolar, un día fui al restaurante y pedí en la cocina, que me consiguieran bastantes conchas y cabezas de camarones, me dieron una bolsa inmensa, después de tenerlas en mis manos, me preguntaba, que podía hacer con ellas, y maquinando, pensando, confabulando, se me ocurrió ponérselas dentro de las tazas de su flamante Chevrolet Chevelle, le pedí a mi hermano la herramienta adecuada para sacar las tazas, y con los dos compinches procedimos a llenarle cada una de las tazas del carro con los restos de camarones y tripas de pescado que a ultima hora se me ocurrió añadirle a la mezcla, ahora solo nos faltaba esperar un poco para empezar a ver que pasaba, dos días después, vimos al profesor estacionar su carro, se bajo y empezó a darle vueltas al carro, se olía la chaqueta, veía hacia todos lados, tratando de buscar de donde provenía la hediondez, con el pasar de los días la cosa fue empeorando, hasta que casi era insoportable estar cerca del carro, nosotros nos privábamos de la risa, viendo al hombre dándole vueltas al carro sin saber que hacer, llamaba a algunos de los profesores para que fueran a ayudarlo, todos terminaban tapándose la nariz y escapándose, el carro estaba súper limpio, de tanto llevarlo al auto lavado tratando de quitarle ese olor a animal muerto que lo rodeaba.
Al cabo de varios días ya la cosa no olía mas, supongo que o se enteró de lo que había o simplemente la fétida mezcla se secó dejando de emitir sus horribles humores.
Ya en la fiesta de graduación, los tres compinches gozando un mundo decidimos ir a visitar al profesor en su mesa, para saludarlo y decirle en su cara que los de las conchas de camarones y tripas de pescado en su carro habíamos sido nosotros, pero lo vimos tan feliz, que decidimos no estropearle la noche recordándole tan hedionda experiencia.
En ese momento éramos tres los compinches, Lársen, José y yo, inseparables y cómplices en cuanto invento raro hiciéramos cada uno de nosotros, en el examen final de ese año, el susodicho “mojón de perro”, sacó del bolsillo de su camisa un papelito con una lista, nos nombró a los tres compinches y a otros cuatro mas, y dijo: ¿Y ustedes que hacen aquí? ¿Piensan que pueden aprobar la materia? Pues no deberían estar aquí perdiendo mas tiempo del que están acostumbrados a perder siempre, pues por mucho que hagan, no aprobarán e irán directo a septiembre. Y así fue, nos mandó a todos los siete, y a otros mas directo a reparación, íbamos muy bien en todas las materias, pero con ese bicho era imposible.
Al salir de ese examen final, “los tres amigos” juramos venganza, no sabíamos que podíamos hacer para hacerlo, pero algo se nos ocurriría. En las vacaciones todos disfrutábamos y cuando teníamos un momento libre maquinábamos en que era lo que podíamos hacer para cumplir nuestro juramento de venganza.
Al frente de mi casa, quedaba el famoso Restaurante Gallegos, aquí tenía muchos amigos en la cocina, hacía tiempo había escuchado a unos de ellos diciendo, mientras pelaban los camarones, que las conchas y las cabezas de los camarones, al poco tiempo olían horrible, y que varias veces las había usado para hacerle algún juego pesado a algún amigo. Recordándome de eso, “plin” se me prendió el bombillo.
Al empezar el nuevo año escolar, un día fui al restaurante y pedí en la cocina, que me consiguieran bastantes conchas y cabezas de camarones, me dieron una bolsa inmensa, después de tenerlas en mis manos, me preguntaba, que podía hacer con ellas, y maquinando, pensando, confabulando, se me ocurrió ponérselas dentro de las tazas de su flamante Chevrolet Chevelle, le pedí a mi hermano la herramienta adecuada para sacar las tazas, y con los dos compinches procedimos a llenarle cada una de las tazas del carro con los restos de camarones y tripas de pescado que a ultima hora se me ocurrió añadirle a la mezcla, ahora solo nos faltaba esperar un poco para empezar a ver que pasaba, dos días después, vimos al profesor estacionar su carro, se bajo y empezó a darle vueltas al carro, se olía la chaqueta, veía hacia todos lados, tratando de buscar de donde provenía la hediondez, con el pasar de los días la cosa fue empeorando, hasta que casi era insoportable estar cerca del carro, nosotros nos privábamos de la risa, viendo al hombre dándole vueltas al carro sin saber que hacer, llamaba a algunos de los profesores para que fueran a ayudarlo, todos terminaban tapándose la nariz y escapándose, el carro estaba súper limpio, de tanto llevarlo al auto lavado tratando de quitarle ese olor a animal muerto que lo rodeaba.
Al cabo de varios días ya la cosa no olía mas, supongo que o se enteró de lo que había o simplemente la fétida mezcla se secó dejando de emitir sus horribles humores.
Ya en la fiesta de graduación, los tres compinches gozando un mundo decidimos ir a visitar al profesor en su mesa, para saludarlo y decirle en su cara que los de las conchas de camarones y tripas de pescado en su carro habíamos sido nosotros, pero lo vimos tan feliz, que decidimos no estropearle la noche recordándole tan hedionda experiencia.
5 Comments:
Jajajaja que bueno está eso, me acabas de dar una muy buena idea para mi profesor de DIP que además es sumamente delicado...JAJAJAJA... una venganza muy creativa Miguel y muy bien saboreada supongo.
Un abrazo
Ja ja ja... que bueno estuvo eso..
Tremenda venganza Miguel. De verdad se la comieron con esa estrategia olorosita jajajaj
Que crueles! Je, Je, Je ; )
Cuidate!
juajajaja, ¡cuánto ingenio junto! tenía razón el profesor: eran malos para estudiar, ¡pero muy inteligentes!!! No se me habría ocurrido nunca algo así.
Un fuerte abrazo de quien andaba perdida.
M.E.
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